martes, 1 de marzo de 2011

Recuerdos nebulosos

Hoy escribo a deshoras, mamá me despertó para hacer un asunto X que requería salir a la calle. Me molesté pero ahora se lo agradezco porque pude sentir una niebla y una humedad tal que no recordaba desde que tenía nueve años más o menos, cuando no vivía aquí.

Vivíamos en un cerrito del que guardo muchos recuerdos, en la tercera hilera de casas que se alzaba sobre, obviamente, otras dos y las faldas. Era un cerrito este, que quedaba muy cerca del mar, lo suficiente como para que cada mañana, y a veces hasta tarde, la niebla marina nos inundara, algo fastidioso para cualquiera, no para mí.

Generalmente los recuerdos de infancia nos llevan a la escuela, estos no van por ahí, aunque me acuerdo de mi uniforme gris y mi cara de sueño. Daban las seis de la mañana y nadie salía de su casa, bueno casi nadie, y era así porque para ir al día debes salir antes de las cinco por esos lugares, a menos que, como para mí, el día estuviera ahí y no en el centro de la ciudad. Recuerdo la magia de salir a la puerta o de sólo abrir mi ventana y sentado en la cama, con los codos sobre el borde de la ventana mágica, sosteniendo mi cabecita inocente, dulce y niña, observar el mundo, hasta donde los ojos me daban,  a través de la niebla tan suave, tan densa que jugaba con mis ideas, las mezclaba, las llenaba de un toque especial, me convertía en el ser que hoy soy nostálgico, soñador, sensible; formaba dentro de mí una parte esencial: Pauros. Creo que esto último resume todo.

Mi casa estaba en la cara del cerro que mira hacia los sembríos y las zonas misteriosas más allá de Pan de Azúcar, tal era el nombre con que conocíamos no sé si un cerro cercano o el pequeño poblado de sus faldas; frente a la cara opuesta, más lejos, está el aeropuerto Jorge Chávez y más allá, el mar, inmenso, con unos islotes que grabé en más de un dibujo infantil.

Me acuerdo de las tardes, entre las cinco y  treinta y las seis y quince; subía el cerro hasta la cima, la mayoría de las veces solo, otras veces subía con la mujer. Sí, subía con la mujer, con nadie de cuerpo presente, con el ideal que iba desarrollando mi párvula mente; a veces ella me esperaba ahí, tal cual la había dejado el día anterior, a veces no. Llegaba a la cima y encontraba el lugar indicado; había rocas de buen tamaño que sobresalían del suelo, parecían labradas, destinadas a la ocasión; escogía una y me sentaba sobre ella, siempre la misma. Me sentaba y comenzaba a diseñar a mi mujer ideal, con el tiempo dejé de formar su cuerpo y fui centrándome en sus ojos para concluir ideando su corazón, esa era la mujer que yo quería, con la que querría, en un futuro, casarme; la vestía después, la sentaba a mi lado, la abrazaba mientras descansaba su cabeza en mi hombro, mientras me enamoraba de ella. Jugábamos a ver aterrizar y despegar los aviones, los seguíamos con la mirada cuando se confundían entre los hangares, hasta que el cielo comenzaba a cambiar de color, entonces cancelábamos el juego, imaginaba que estaba sentado en la cima de una colina alta y verde, muy verde. Comenzábamos a disfrutar del sol como de una naranja gigante que se exprimía sobre el mar mientras se sumergía en él, disfrutábamos del cielo amarillo, dorado, naranja, rojizo, violeta, violeta azulado, más azulado, azul, azul marino, azul oscuro, más oscuro, más oscuro, más oscuro… Nos quedábamos hasta las siete, a veces. Admirábamos juntos las constelaciones, se las enseñaba estrella por estrella…

Descendía a casa, lento, como estudiando mis pasos; entonces reparaba en las casas de abajo, la gente se veía tan diminuta que parecían frágiles, sin embargo se pensaban dueños de sí mismos, de sus deseos y anhelos. Tamaña mentira, aquella. La de sentirse fuerte.

Cada mañana otoñal, cada mañana de invierno esa misma niebla me ha seguido; muy a mi gusto; y con ella me siguen los recuerdos y lo que he aprendido de ellos: a disfrutar de lo simple y lo complejo. Son recuerdos azules tatuados en un corazón azul, también.

La niebla se comienza a disipar y el reloj ya va a marcar las seis. Doblo mis rodillas y cierro los ojos: le prometí algo a alguien.

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